del capítulo 1 de “tomad y comed” (en castellano)
En El Precio del Monoteísmo, Assmann retoma la tesis de Freud según la cual Moisés fue un egipcio que impuso a los israelitas un monoteísmo intelectualizado. Asesinado por el propio pueblo que lo seguía, su muerte habría sido forzosamente reprimida en la memoria colectiva. Freud hace de esta represión un trauma fundacional: una herida que configura la identidad judía a través de la prohibición y la sublimación, especialmente en el ámbito de la iconoclasia. Assmann cuestiona la confianza de Freud en la memoria biológica y la sustituye por la mnemohistoria—un modelo anamnético que privilegia la transmisión y reinterpretación cultural del trauma por encima de su represión inconsciente. A pesar de sus (muchas) diferencias, ambos autores coinciden en subrayar el papel de la abstracción: para Freud, la prohibición de imágenes favorece el progreso intelectual al desviar la atención de las formas materiales; para Assmann, es la propia estructura prohibitiva del monoteísmo la que permite su potencia como principio de creación del mundo.
Quiero ampliar esta conversación, desplazando el foco desde lo visual hacia lo bucal y lo oral. La boca, creo, condensa la preocupación freudiana por lo biológico y el énfasis que hace Assmann en la memoria histórica: es en la boca—tanto en la ley dietética como en el habla ritualizada—donde se absorben y sedimentan las consecuencias más duraderas de los modos en los que se recuerdan, repiten y reelaboran estos acontecimientos, reprimidos o no. El kashrut, al igual que la prohibición de las imágenes, no es solo restricción: es una fuerza que estructura y moldea identidad y cognición. Estas tradiciones (transformadas y desplazadas) resurgen en el cristianismo no como prohibición (no comerás esto o aquello), sino como mandamiento y oferta: tomad y comed. Y lo que se toma y se come es, sugiere Freud, el retorno de lo reprimido. La Eucaristía revisita y asume la lógica de los misterios de Osiris: se bebe la sangre y se come la carne del dios “desmembrado” (torturado) y “recompuesto” (resucitado). Lo que antes era tabú se convierte en imperativo; lo que Moisés descarta vuelve al centro de la vida ritual. Si Freud y Assmann trazan la intelectualización del monoteísmo a través de su renuncia a la imagen, mi propuesta es seguir un proceso paralelo que opera a través no del ojo, sino de la boca.
[…] debajo de la división mosaica—debajo de la gran criba de los dioses—hay quizá otra distinción, aún más antigua. Una distinción no entre verdades, sino entre opciones mucho más básicas. Antes de la doctrina, antes de la ley, antes de que un dios se alzara contra los demás, sólo existía el juicio de la boca. Comer o no comer, dioses incluidos. Es cierto que esto podría no ser más que un abuso de cierta capacidad poética, un vistazo puramente especulativo a un tiempo que apenas recordamos. Sin embargo, tanto Assman como Freud parecen apuntar en esta dirección: antes de que decidiéramos eliminar a los dioses de nuestra vista, antes de que los borráramos al punto de que ya no se pudieran siquiera contemplar, había una forma más sencilla de deshacernos de ellos: levantarse, matar y comer (Cf. Hechos 10:13).
Y eso hicimos. Los ritos teofágicos se cuentan entre los gestos más antiguos de la práctica religiosa. Etnógrafos, antropólogos e historiadores de las religiones coinciden en que la teofagia sacrificial puede remontarse al Paleolítico Medio (hace unos 50.000 años), cuando los primeros grupos humanos consumían ritualmente a sus presas como acto de incorporación real-simbólica—incluyendo otros seres humanos, amigos o enemigos. Este patrón aparece en ritos, mitos, y prácticas alrededor del mundo.