del capítulo 2 de “tomad y comed”
En Border Lines, Daniel Boyarin explica que el subproducto de algunos de los primeros intentos de definición de la ortodoxia cristiana es la figura del “monstruo”—el sujeto híbrido, judeocristiano o cristiano judaizante, que vive tensamente entre el kashrut y la teofagia. “Es monstruoso hablar de Cristo y practicar el judaísmo” (Mag. 10:3), acusa Ignacio de Antioquia. El monstruo no es un error doctrinal sino una amenaza teológicamente inasimilable a la pureza (mosaica, jesuica) de las categorías. Esta contradicción, sin embargo, no es accidental sino una expresión de la (aparente) “monstruosidad” constitutiva del cristianismo naciente: la liturgia cristiana es teofágica y hematófaga pero, en la ley judía, la sangre (néfesh) pertenece solo a Dios. Consumirla es una transgresión que supone ser excluido (karet) del pacto (cf. Lv 17:10–14). Obviamente, el consumo de carne o sangre humana constituye el tabú por excelencia—un verdadero horror en términos teológico-políticos.
En Levítico, Yahveh prohíbe explícitamente ingerir sangre: “cualquiera […] que comiere alguna sangre, yo pondré mi rostro [contra la persona que comiere sangre] y la cortaré de entre su pueblo” (Lv 17:10). En términos halájicos, la carne humana ni siquiera entra en la categoría de lo comestible: al no provenir de un animal kosher, su consumo queda fuera de todo sistema. Maimónides explica que si bien no existe un mandato negativo explícito contra comer carne humana, quien lo hiciera violaría un precepto positivo de la Torá, pues el versículo que enumera “las criaturas que podréis comer…” delimita por omisión que lo humano queda excluido. No sorprende, entonces, que las escrituras hebreas presenten el canibalismo solo en contextos de catástrofe extrema. Durante los asedios más terribles se narran casos atroces de madres que, en su desesperación, llegan a cocinar y devorar a sus propios hijos. En Lamentaciones 4:10 se lee: “Las manos de mujeres compasivas cocieron a sus propios hijos, que les sirvieron de comida a causa de la destrucción de la hija de mi pueblo.” El relato del asedio de Samaria narrado en 2 Reyes cuenta que el rey, al encontrarse con una mujer desesperada, le pregunta: “¿Qué te pasa?” Y ella responde: “Esta mujer me dijo: ‘Da tu hijo para que lo comamos hoy, y mi hijo lo comeremos mañana’. Así que cocimos a mi hijo y nos lo comimos; y al día siguiente, le dije: ‘Da tu hijo, para que lo comamos’; pero ella ha escondido a su hijo” (2 Reyes 6:28–29). Semejantes transgresiones solo ocurren cuando todo orden social ha desaparecido. La eucaristía cristiana es una inversión radical de estos tabúes: aquello que en el judaísmo es la abominación más impensable pasa a convertirse en el centro del rito, inscribiendo el horror sagrado en un nuevo marco teológico.